Cuento: "Ema", por José Luis
Flores
I
No
hay otra forma de decirlo: Knut Hiller, médico de vocación, se enamoró de un
modesto pero hermoso biplano. Esto ocurrió en su primera y última visita a la
feria de la capital, a la que había
asistido más por aburrimiento que por otra cosa, pretendiendo enterarse de las
maravillas del mundo: automóviles, monoplazas, sirvientes mecánicos, máquinas
de contabilidad y un centenar de creaciones que habrían de acompañar al hombre
en un futuro próximo.
El
pequeño avión estaba enclavado en medio de la exhibición, pero aun así pasaba
desapercibido frente a los robustos modelos que Fokker, Bayerische
Flugzeugwerke y otros fabricantes más belicosos habían desplegado.
Las
armas no tenían nada que enseñarle al doctor Hiller, de manera que se acercó al
que sería su amor y leyó el rótulo: Ema. La leyenda que acompañaba
al nombre exhibía un sinfín de instrucciones y detalles técnicos, la mayoría de
ellos escapando sus capacidades de comprensión. Sólo consiguió quedarse con el pequeño
párrafo final: “…especialmente diseñado para el usuario que desea evitarse la
molestia de compartir sus viajes con extraños”.
La
verdad es que jamás había tenido interés en la aviación. De hecho, este era el
primer aparato de ese tipo al que se acercaba. Tampoco tenía interés en temas
románticos. Había cumplido treinta la semana anterior y se encontraba soltero.
Las ofertas no le faltaban, pero su profundo desinterés terminaba por destruir
cualquier intención femenina amorosa hacía él.
Su
madre, fallecida también hacía muy poco, había pedido a todos los santos que
aquel hijo único asentase tanto su cabeza como su corazón. Aquel mes de octubre a las tres con veinticinco
de la tarde, todas esas presiones se volvieron obscenamente absurdas.
Él
se encontraba ahí, en la ciudad más bella
del mundo, frente a su amor verdadero, Ema. Un nombre que,
pronunciado por su lengua, le parecía un canto de devoción.
El
doctor Hiller no podía dejar de mirarla. Su cuerpo era voluptuoso y oblongo, de
piel mate que cubría solamente parte de un gentil esqueleto de madera. La
pequeña cabina era de madera oscura. Caoba, se dijo. Cada detalle y terminación
eran de bronce, hechos a mano. Ema era perfecta.
Parecía
un delfín dormido, pero él sabía que estaba despierta. Podía sentir la tensión
llenar el aire y el calor de su mirada ciega.
Hiller
regresó al día siguiente y el que vino después de ese, solamente para sentir
ese profunda contemplación sobre él. Nunca se pudieron tocar. Más de una vez
quiso cruzar el cordón que los separaba, pero dos militares lo detuvieron
abruptamente. Él sentía —o,
puesto más claro, sabía— que
su deseo era recíproco. Esta terrible certeza ahondaba su tendencia a la
melancolía.
Buscó
a los fabricantes, Lioré et Olivier. Fernand Lioré, el más joven del dúo
creador de Ema, era un hombre alto y nervioso. El traje le quedaba bien, pero
no parecía sentirse cómodo con él. Su manos estaban manchadas con aceite y su
rostro, aunque juvenil, mostraba cierto grado de dolor o tristeza.
Hiller
hubiese escrito un cheque ahí mismo con tal de poseer el objeto de sus deseos,
pero el gobierno del opresor que ahora los
gobernaba había prohibido la venta de prototipos. Porque eso era lo
que Ema era, según explicó Lioré: un prototipo, una creación
única. Más tarde, el otro socio, Olivier, le insistiría en la compra de
cualquier otro biplano, incluyendo el modelo anterior a Ema. Pero
no Ema.
Él
no se atrevió a explicar su deseo por comprar aquel aparato en específico.
Aceptó el catálogo que se le ofreció y regreso al hogar. Pensamientos de amor
acosaron a Knut Hiller mientras miraba la foto de Ema. Su piel tersa, su
pequeña cabina... ¡cuánto deseaba montarse en ella!
Después
de dos semanas, la feria cerró. Esa sería la última antes de la Gran Guerra. A Ema la
llevarían de regreso a su patria, dónde yacería esperando nacer en una
oscura bodega... O al menos eso imaginó él.
Pensó
en ir por ella, robarla por la noche o rogar a un juez por la liberación de su
amada. Sin embargo, el doctor era un hombre templado y no hizo nada de eso. En
cambio, dejó la vieja casa familiar. Encontró un trabajo en un laboratorio,
donde no tendría que trabajar con personas directamente, a excepción de medir
la consecuencia de ciertos gases y químicos en los sujetos de prueba. Arrendó
una bodega amplia en Stahlwerkstrasse y entonces hizo una orden. Había tomando
una decisión. Tres meses después, cuatro hombres que eran incapaces de hablar
un idioma que él pudiese identificar armaron una réplica exacta de Ema.
Ema
II no mostró el mismo interés de su
predecesora. Hiller sintió cómo sus ojos recorrieron la bodega, fría y tímida.
Recorrió sus detalles; sus terminaciones estaban mejor elaboradas que las del
prototipo. Se metió en la cabina y el biplano se estremeció.
—Ya
te acostumbrarás a mí —dijo el Hiller, sin creer realmente sus palabras.
La
nave no respondió.
—Vamos
a resolverlo —continuó.
Su
voz reverberó en el vacío del lugar, pero luego no pasó nada que valiese la
pena destacar, salvo por un grave silenció que heló el corazón del
hombre.
II
Jarosława
Goldberg, asistente de publicación, se enamoró de su imprenta de vapor. Era la
hija menor, y también la más fea, de una familia avecindada en la «Ciudad Libre y Hanseática». Su padre era dueño
de una editorial de modesta importancia que había ganado notoriedad haciendo
propaganda política.
A
diferencia de sus hermanas, ella tenía un honesto interés intelectual por el
trabajo de su padre, por lo que fue contratada como secretaria y correctora de
estilo. No es que ella amara realmente el arte de la literatura ni
tuviese talento para el arte del secretariado, pero estar cerca de la imprenta
le producía un escalofrío eléctrico que no podía explicar.
Mientras
sus compañeras de trabajo comentaban sobre lo guapo o fuerte que les parecía
uno de sus clientes, o algún escritor en particular, ella sufría de un enamoramiento
violento por una hermosa máquina Koenig & Bauer. Pero ella no
podía comentar esta atracción, ni mucho menos hacerlo explícito frente a su
padre.
Ahorró
cada céntimo de sus escasos ingresos para cuando conociese al que sería su
único y verdadero amor. Esto ocurrió un día como cualquier otro, mientras
visitaba el puesto que su padre tenía en la feria de la capital. Mientras recorría las aburridas
exhibiciones y los belicosos inventos de los hombres, logró distinguir a un ser
que solamente podía ser definido como perfecto. Su nombre era Hércules,
una máquina de hombros anchos y barriga redonda.
La
máquina exudaba aromas de acero frío y carbón. Aunque Jarosława trabajó durante
las dos semanas que duró la feria, se las arregló para visitarlo todos los
días. Aunque, a decir verdad, había tomado una decisión desde el principio.
Podía comprarlo y, ya que se trataba de un modelo compacto, le sobraría
suficiente dinero como para adquirir un nido de amor para ambos.
Lo
primero que hizo fue anunciar a sus padres que iría de visita a la Gran Urbe nuevamente, a casa de una
compañera de escuela. El sentido final del viaje sería buscar un marido, como
todos intuyeron: ella ya tenía veintiocho años y podía encontrar a un
pretendiente por sí misma.
Arrendó
una bodega y se entregó a la aventura de su vida. Sin embargo, al llegar a su
destino se encontró con un caballero delgado y de aspecto nervioso que en el
mismo lugar guardaba un pequeño biplano. El extraño se presentó a sí mismo como
el doctor Hiller. Era muy educado, pero evitaba mirarla a los ojos. Todo
indicaba que ambos tenían contratos idénticos sobre la propiedad de
Stahlwerkstrasse.
Ella
quería evitar escándalos que pudiesen revelar sus intenciones, de manera que
aceptó acompañar al doctor Hiller en una visita al propietario de la bodega.
Éste resultó ser una delgada y casi calva mujer que, a modo de consternación,
cubrió su rostro con dedos largos como tentáculos.
Disculpas
y más disculpas ofreció al dúo de indignados arrendatarios, pero aquella enorme
bodega era la única desocupada. Estaba a punto de reiterar sus disculpas hasta
que una idea brotó de sus labios: Fräulein Goldberg y el doctor podrían
resolver esta situación compartiendo el espacio, ofreciéndoles un descuento por
su molestia. Ambos no tuvieron más opción que aceptar.
Caminaron
en silencio, mientras una lluvia suave enfriaba el aire que circulaba entre sus
cuerpos.
—¿Qué
hace un avión guardado en una bodega? —preguntó Jarosława.
El
rostro del doctor se volvió rojo intenso. Ella optó por retirar esa línea de
interrogación hasta regresar a la bodega.
—Tengo
miedo que tu máquina queme a Ema—dijo él, tomado distancia de su
nueva compañera—. Ella es muy inflamable.
La
mujer dibujó una pequeña mueca de indignación.
—Su
nombre es Hércules.
Ante
la dureza de la mujer, el doctor suavizó su rostro.
—Perdone
—dijo en tono que ella interpretó como honesto—, creo que compartimos destinos
similares.
La
joven se acercó a Ema. Hizo una reverencia ante ella y luego,
lentamente, puso la yema de sus dedos sobre su lustrosa piel. La acarició unos
segundos en silencio.
—Lo
felicito —dijo sin apartar la vista del biplano—. Ella es muy hermosa.
El
doctor hizo un gesto de aprobación.
—Usted
le agrada mucho —dijo él.
Ella
no contestó.
Comenzó
el tiempo de compartir. Jarosława compró una estufa argumentando que debía
cocinar para ambos, ya que pasaban más tiempo dentro de la propiedad que en el
mundo de las personas corrientes. Hiller permitió que ella instalase una
pequeña pieza en el extremo más lejano de la ahora habitada bodega. Había algo
familiar en aquel lugar y al doctor le gustaba.
El
trabajo de la mujer era duro, siempre paleando carbón para mantener a Hércules activo.
También debía llenar su estanque con agua. Por la noche se levantaba cada tres
horas para realizar esta operación. El doctor, que se iba al laboratorio todas
las mañanas, imaginaba que la mujer haría lo mismo cada mañana también. A parte
de eso, ella raramente comía o dejaba el lugar. Con la excepción de sus libros
técnicos, Jaroslawa tenía un solo interés y éste era su amante.
III
Los
meses de convivencia cerraron la brecha entre los inquilinos, pero algunas
zanjas seguían abiertas. Ema II seguía fría y distante, no
importaba lo que Hiller intentase, a pesar de lo meticuloso en su cuidado por
ella. Le leía los diarios cada mañana e incluso la amaba por las noches con un
cuidado que jamás había tenido con una mujer en toda su vida.
Preguntas
horribles brotaban en su cabeza: ¿debía de haber luchado más por la
primera Ema? ¿Por qué no lo había hecho? ¿Lo amaba esta nueva Ema como
lo había hecho la primera? Esa era la pregunta que más le dolía y por lejos la
más repetida.
Un
día compartió su historia con Jaroslawa. Ella también contó su experiencia con
amores anteriores.
—Hércules y
yo tenemos un acuerdo —dijo ella con seguridad—, yo cuido de él y él de mí. Eso
es más que un amor pasajero.
El
doctor se hundió más en sus pensamientos. ¿Sería él amado así un día...?
—Debes
darle tiempo —continuó ella—, es posible ganarse un amor, estoy segura, además
tú la tienes ahí al frente. Quiérela y ella entenderá.
La
relación de su compañera de bodega y su amante era mucho más feliz que la suya
en comparación. Además ésta comenzaba a dar frutos. Especialmente cuando la
barriga de Jaroslawa comenzó a hincharse.
El
embarazo no fue complicado, aunque ella se quejaba de extrañas sensaciones en
su estómago. Cuando el doctor Hiller ponía su oído en la barriga de la mujer
podía escuchar el ruido de unos pistones haciendo crujiendo.
—¿Qué
haremos cuando llegue la hora? —preguntó ella—. No podemos ir a un hospital, me
quitarían a mi niño. Sabes que será así.
Hiller
no podía decir que no. Lentamente robó del laboratorio todo lo que necesitaba
para traer a un niño a este mundo. No le dijo que solamente había realizado la
operación dos veces, tampoco le dijo que odiaba hacerlo. No podía ser honesto
del todo, no dada las circunstancias.
El
amor de ella no se detuvo ni siquiera cuando comenzaron las contracciones; Hércules seguía
recibiendo el carbón que necesitaba para vivir. Solamente se detuvo cuando
entró en labor de parto. Ésta fue breve; el niño resultó ser algo más pequeño
que lo usual, pero ese veía saludable, haciendo a un lado el hecho de que era todo
pistones y carne integrados, con ojos ardientes. Esta criatura no necesitaría
ser alimentada como su padre, se dijo el doctor.
Todo
iba bien hasta que ella arrojó la placenta. El sangrado no se detenía y la
mujer empezó a irse lentamente. Él no tenía los medios para salvarla; había
demasiado daño interno.
—Quiero
estar dentro de Hércules —dijo ella—, pónme en su
interior.
Él
hizo lo que se le pidió. Primero limpió al niño con cuidado, luego lo envolvió
en un lino esterilizado y lo colocó junto a su madre. Estuvieron ahí un rato
hasta que ella murió.
Hiller
abrió la compuerta de Hércules y puso ahí los restos de la mujer.
—Esta
es tu última comida, yo no voy a alimentarte.
El
amante dolido se estremeció e hizo vibrar el aire mientras quemaba el cuerpo de
su amada. Cuando terminó, ya no quedaba un solo hueso que pudiese ser
reconocido. Luego él mismo se quedó inerte.
El
doctor tomó a la criatura y se la mostró a Ema II, quien se
estremeció de alegría.
—Somos
padres adoptivos.
El
biplano no dejaba de cantar de alegría, pero no le cantaba a él.
IV
El
recién nacido recibió un nombre, Prometeo. Al comienzo, el hombre
trató de alimentarlo con leche pero esta parecía evaporarse en su interior, con
lo que el niño comenzó a perder peso. Sus pistones rechinaban y sufrían. En
medio de la desesperación, Hiller corrió hacía la batea, donde aplastó un poco
de carbón hasta formar una pasta semilíquida con la que por fin el niño pudo
alimentarse. Con el tiempo, se pudo llegar a una alimentación mixta. La
criatura nunca necesitó pañales, pues consumía lo que comía.
Prometeo creció normalmente, con la salvedad de que cuando
comía mucho parecía sobrecalentarse. Hiller y él salían juntos y recorrían la
ciudad como padre e hijo, siempre evitando que los pistones del niño quedasen a
la vista.
Eventualmente
Hiller renunció a su trabajo, vendió los restos de Hércules a una editorial
emergente y los muebles de su compañera los subastó uno a uno. Cuando
salía, Ema cuidaba del niño acogiéndolo en su cabina. Parecía
muy feliz de tener a la criatura en su interior.
La
vida le entregó una monotonía feliz al doctor, al menos hasta que el niño tuvo
seis años. Al no tener cuerdas vocales, el niños se había comunicado hasta
entonces emitiendo sonidos de distinta intensidad, pero el día de su cumpleaños
logró modular palabras humanas.
—Su
nombre no es Ema—dijo Prometeo—. Dice que está muy
cansada que le digas así, ese no es su nombre.
Knut
Hiller estaba confundido ante estas palabras, pero en vez de atenderlas hizo un
ademán con las manos. El niño se molestó y sus ojos comenzaron a arder como dos
pequeñas fogatas. Corriendo se metió en la cabina y comenzó a gritar.
—No
se llama Ema, y dice que tú la tienes cautiva.
El
doctor movió la cabeza.
—Yo
no haría eso, soy un buen hombre ¿no?
—Ella
dice que eso no le importa, porque quiere volar.
Él
argumentó un poco más, refiriéndose a su acuerdo, a cuánto la amaba, pero nada
de eso sirvió. La única conclusión que tenía a mano era que realmente nunca
había sido querido.
Abrió
la puerta de la bodega de par en par, por primera vez desde la llegada de Ema
II. Sabía lo que iba a pasar, sintió el frío de la tarde en su rostro. Dejó
camino para el biplano. Prometeo se acomodó en la cabina como
lo haría un piloto adulto, hasta que el motor de la máquina comenzó a rugir y
lentamente comenzó a moverse hasta la puerta. Se elevó con cuidado, dio un giro
y desapareció. Ninguno de los dos se despidió, lo que le pareció
correcto.
Hiller
miró la bodega, esperó a la noche y cerró las puertas por fuera con un viejo
candado que Jaroslawa había comprado. En un ademán, que él mismo clasificó como
infantil, volvió a mirar el cielo por última vez.
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